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lunes, noviembre 17, 2025

Rocha Moya no fue candidato de Morena, sino una imposición de AMLO: el costo de la lealtad en Sinaloa

Según el propio reconocimiento de Rocha Moya, las encuestas favorecían a Benítez, pero la decisión final vino desde Palacio Nacional: “AMLO dijo que yo sería el candidato”.

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La gobernabilidad de Sinaloa desde 2021 no puede entenderse sin reconocer un hecho político fundamental: Rubén Rocha Moya no fue elegido por Morena; fue designado por Andrés Manuel López Obrador. Esta distinción —aparentemente técnica, pero profundamente estructural— define no solo el origen de su mandato, sino también los límites de su poder en la sucesión de 2027.

En un estado estratégico por su peso económico, su complejidad social y su volatilidad en materia de seguridad, la decisión de imponer a un candidato de máxima lealtad, en lugar de respetar los resultados internos del partido, reveló la verdadera lógica del poder en la Cuarta Transformación: la disciplina prima sobre la democracia interna.

2021: la imposición como estrategia de control

La contienda interna de Morena en Sinaloa se libró entre dos figuras con trayectorias contrastantes: Luis Guillermo Benítez Torres (“El Químico”), exalcalde de Mazatlán con arraigo local y aparente ventaja en las encuestas internas, y Rubén Rocha Moya, exrector universitario con décadas de cercanía ideológica a López Obrador, pero sin base territorial consolidada. Según el propio reconocimiento de Rocha Moya, las encuestas favorecían a Benítez, pero la decisión final vino desde Palacio Nacional: “AMLO dijo que yo sería el candidato”.

Este acto de designación vertical no fue un capricho, sino una maniobra de control preventivo. En un estado históricamente dominado por estructuras priistas y cruzado por rutas del crimen organizado, el Ejecutivo Federal optó por un gobernador cuya lealtad estuviera garantizada, incluso a costa de fracturar la unidad morenista local. La justificación —filtrada en su momento— incluyó consideraciones de seguridad nacional, lo que sugiere que la Secretaría de Seguridad influyó en la decisión.

El mensaje fue claro: en entidades críticas, la confianza personal del presidente pesa más que cualquier encuesta.

El resultado electoral —56.6% de los votos— le otorgó a Rocha Moya una legitimidad externa que amortiguó la controversia interna, pero no borró la deuda política que contrajo con el centro del poder.

Un gobernador disciplinado: ejecutor, no protagonista

Durante su gestión, Rocha Moya ha demostrado ser un gobernador excepcionalmente alineado con la narrativa federal. Su discurso repite los principios del “humanismo morenista”, y su administración ha sido presentada como una prolongación local de la Cuarta Transformación. Incluso el Congreso local, dominado por Morena, ha validado públicamente su labor como coherente con el proyecto iniciado por López Obrador.

Pero más allá del discurso, la dependencia funcional es evidente. En seguridad, por ejemplo, el gobierno estatal ha reconocido abiertamente que su estrategia depende del respaldo federal. Esta subordinación no es una debilidad táctica, sino una característica del modelo: los gobernadores de la 4T no son líderes autónomos, sino operadores de una política centralizada.

Además, existen señalamientos periodísticos —sobre vínculos familiares con empresarios locales o viajes no declarados a Estados Unidos— que, aunque no han derivado en procesos judiciales, operan como un mecanismo implícito de control. En el sistema morenista, la lealtad se mantiene no solo con recompensas, sino con la posibilidad latente de exposición.

2027: ¿puede Rocha Moya imponer a su sucesor?

La pregunta central de cara a la próxima sucesión no es si Rocha Moya tiene un “candidato a modo”, sino si tendrá margen para que ese candidato sea viable. La respuesta, con base en la lógica de Morena, es negativa: el poder de designación sigue en el centro, no en el estado.

Rocha Moya sí posee capital político: controla la maquinaria gubernamental, tiene una base legislativa fiel y puede movilizar recursos. Pero su influencia se ejercerá dentro de un marco estricto, definido por tres factores:

1. El nuevo liderazgo nacional de Morena: Tras la salida de López Obrador, el partido enfrenta una reconfiguración de poder. Si la nueva dirigencia busca afirmar su autoridad, podría imponer un perfil ajeno a Rocha Moya para demostrar que el control sigue siendo vertical.

2. La paridad de género: Desde 2022, el Tribunal Electoral (TEPJF) ha obligado a los partidos a aplicar la paridad sustantiva en candidaturas a gobernador. Si Morena decide que Sinaloa debe postular a una mujer en 2027 —como parte de su estrategia nacional—, cualquier intento de Rocha Moya de promover a un hombre de su círculo quedará anulado por la ley.

3. La necesidad de estabilidad: Tras un año de violencia extrema, derivado de la lucha entre facciones del Cártel de Sinaloa, el centro federal buscará un perfil con baja exposición mediática, sin conflictos éticos y capaz de garantizar la continuidad de la 4T. La popularidad importará menos que la previsibilidad política.

La lealtad como única moneda de cambio

Rubén Rocha Moya no podrá imponer un sucesor, pero sí podrá negociar. Su mejor carta es su historial de disciplina inquebrantable. En una organización donde la deslealtad se castiga con el ostracismo —como ocurrió con varios exgobernadores morenistas—, su fidelidad es un activo estratégico.

Sin embargo, el verdadero poder lo ejercerá quien controle el Comité Ejecutivo Nacional de Morena en 2026. La sucesión en Sinaloa será, en última instancia, una prueba de fuego para el nuevo liderazgo del partido: ¿mantendrá los pactos de la era AMLO o impondrá un nuevo orden?

Lo que está en juego no es solo quién gobernará Sinaloa, sino qué tipo de poder se ejerce en la Cuarta Transformación: ¿el poder de los territorios o el poder del centro? Hasta ahora, la respuesta ha sido inequívoca. Y en ese esquema, Rocha Moya, por más que lo desee, no será quien elija a su sucesor. Solo podrá recomendarlo. Y rezar para que el centro lo escuche.

Redacción Letra Roja
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